En una reciente entrada en este blog apuntábamos que, como en la prescripción prudente, en la prevención prudente podemos decir que "actividades preventivas, las justas". Ni más, ni menos.
En esta entrada proponemos nuevos conceptos como prevención prudente, sobreprevención y deprevención, así como unas primeras recomendaciones para su aplicación en la práctica, en el contexto actual.
Necesitamos desarrollar nuevos términos, paradigmas y actividades para ajustar las medidas de prevención, a la luz de la evidencia científica, para hacerlas más efectivas, eficientes, seguras, equitativas y practicables en el mundo real.
En lo relativo a la prevención —como en cualquier otro tipo de intervención sanitaria— tanto los excesos como los defectos pueden perjudicar la salud.
Todo el mundo tiene claro que no aplicar un tratamiento preventivo o curativo, cuando está indicado, puede perjudicar al paciente. Pero hay menos conciencia del peligro de los excesos en el tratamiento farmacológico, la sobremedicación, y menos aún de los riesgos asociados a los excesos en las actividades preventivas, que proponemos llamar sobreprevención.
La sobreprevención es la realización de actividades preventivas que no han demostrado mejorar la salud de las personas a las que se aplican o que tienen un balance negativo entre los daños y los beneficios que generan.
Los daños pueden deberse, en primer lugar, a los efectos adversos de las pruebas o tratamientos preventivos.
Por ejemplo, en EE.UU., tras promover el actual secretario de Salud Robert F. Kennedy Jr. el uso de la vitamina D como alternativa a la vacunación para prevenir el sarampión —contra toda evidencia—, se ha producido un aumento inédito tanto de las hospitalizaciones por intoxicación de vitamina D como de sarampión. Este último es el otro riesgo de una actividad preventiva ineficaz cuando se usa en vez de otra eficaz: la persona que se somete a ella pierde la oportunidad de evitar un daño prevenible. Es la antítesis de la prevención, lo que podríamos llamar disprevención: actuaciones que no evitan daños, sino que los producen.
El uso de la hidroxicloroquina o la ivermectina para la prevención de la COVID-19 es otro ejemplo reciente con desastrosos resultados. El desabastecimiento de la hidroxicloroquina por su uso fuera de indicaciones también afectó a las personas que la tenían prescrita en afecciones en las que sí está indicada, otro efecto colateral a tener en cuenta cuando se consumen recursos valiosos y limitados en actividades prescindibles.
La llegada a la potestad reguladora de los que defienden estas medidas dispreventivas en diversos países, y notablemente en uno de la importancia de EE.UU., abre una preocupante era de riesgos nuevos o reemergentes para la salud pública. Siguiendo con el ejemplo de la ivermectina, en el estado de Arkansas acaba de ser liberalizada su venta sin receta médica, una reivindicación de los que propugnan su uso, sin base científica, con fines tan dispares como prevenir y tratar la COVID o tratar el cáncer.
Las propias pruebas de cribado —detección de enfermedades en personas sin síntomas de padecerlas— también pueden producir efectos adversos: radiaciones ionizantes acumulativas, hematomas o síncopes con caída por venopunción... Sólo son asumibles, por bajo que sea su riesgo, si la probabilidad de que el paciente salga beneficiado por su realización supera a la de que sea dañado. Toda prueba cuya realización no es de esperar que mejore los resultados de la atención, incluso si sus efectos adversos no son graves ni frecuentes, es inaceptable tanto desde el punto de vista de la seguridad del paciente como desde el de la eficiencia del sistema.
Una prueba de cribado puede así mismo producir daño por falsos resultados positivos, que tienen un impacto psicológico en el paciente, pueden causarle problemas sociales o laborales y a menudo generan nuevas pruebas y tratamientos innecesarios.
Los falsos positivos pueden deberse a la falta de validez de la prueba, que puede ser intrínseca o debida a su aplicación en poblaciones con baja prevalencia del problema a cribar. Hay pruebas como la determinación del PSA que tienen cierta utilidad en el manejo del paciente con síntomas compatibles con cáncer de próstata, pero no como método de cribado en población general asintomática. Encontrar los subgrupos de población, por edad, raza u otras variables, en los que las pruebas tienen un balance daño/beneficio favorable es objeto de continuas revisiones para el PSA y otros métodos de cribado.
No es igual el valor predictivo de una prueba en pacientes con síntomas de una enfermedad, estudiados por el médico que la ha solicitado para afinar el diagnóstico —una población en la que la prevalencia de la enfermedad es muy alta— que en personas asintomáticas en las que la prevalencia es baja. Se trata de una simple cuestión de cálculo: a menor prevalencia, menor valor predictivo positivo.
En algunos casos, los positivos son reales pero intranscendentes: no hubieran generado ningún problema al paciente, al que sí le pueden causar daños los tratamientos innecesarios inducidos, además de las preocupaciones por el hallazgo. Una variante es el caso de enfermedades que no tienen mejor pronóstico por la detección en fase asintomática respecto a la detección cuando aparecen síntomas, por su lenta progresión o porque no existe un tratamiento eficaz para ellas. Cargar a un paciente asintomático con el peso del diagnóstico de una enfermedad que no se le puede tratar es una forma de ensañamiento que atenta directamente contra el principio ético de no maleficencia.
Los anteriores son casos de sobrediagnóstico: la identificación de una enfermedad o hallazgo incidental que, de no haberse detectado, no hubiera tenido consecuencias para el paciente. El sobrediagnóstico, un efecto adverso en cascada de la sobreprevención, suele generar a su vez sobretratamiento. En la imagen contigua representamos esta cascada de la sobreprevención.
La cascada de la sobreprevención
Por ejemplo, tanto la U.S. Preventive Services Task Force como el Programa de Actividades Preventivas y de Promoción de la Salud desaconsejan el cribado del cáncer de tiroides en personas asintomáticas, ya que es más probable que obtengan un daño (por cirugías innecesarias) que un beneficio. Algo que es lo opuesto a la finalidad de una actividad preventiva.
Los programas que producen sobrediagnóstico, si no se miden los resultados en las personas, se retroalimentan: los que los hacen exhiben los hallazgos como éxitos (suponiendo gratuitamente que se ha beneficiado a todos los participantes con hallazgos) y consiguen así más recursos para seguir produciendo más sobrediagnóstico.
La aplicación inadecuada de actividades preventivas incluye su infrautilización, lo que podríamos llamar infraprevención. Es algo que está sucediendo, por ejemplo, con vacunas eficaces y seguras, tanto por el desistimiento de personas intoxicadas por la desinformación como por las dificultades de acceso por razones de poder adquisitivo en países que no la proveen gratuitamente. En el mencionado caso del resurgimiento del sarampión en EE. UU. se combinan ambos factores, ya que el nuevo gobierno ha combinado la difusión de bulos sobre las vacunas con el recorte presupuestario, el despido de personal y el cierre de centros que vacunaban a personas de bajos ingresos.
La equidad en el acceso a las pruebas preventivas es un aspecto que no se puede negligir porque, si se hace, los programas de cribado pueden acabar aumentando las brechas en salud entre las personas más y menos favorecidas socialmente. Por ejemplo, el riesgo de morir por cáncer de cérvix es mayor en las mujeres que ejercen la prostitución, que están entre las que menos se realizan las pruebas de detección temprana. Si simplemente se ofrece la prueba, sin una actitud proactiva hacia los colectivos más vulnerables, se dedicarán los recursos en mayor medida a las personas que menos lo necesitan. Esta inequidad en la prevención hará que las diferencias en la mortalidad se mantengan e incluso aumenten.
Para evitar caer tanto en la infraprevención —para minimizar las enfermedades evitables— como en la sobreprevención —para evitar daños y gastos innecesarios—, los responsables de las campañas poblacionales y los profesionales sanitarios hemos de usar la prudencia. Para practicar la prevención prudente hay en identificar las intervenciones preventivas efectivas y las personas que puedan beneficiarse de ellas, y descartar aquellas cuyo beneficio, en general o en determinadas poblaciones, sea mínimo o incierto.
En atención primaria se hacen actividades de prevención de eficacia demostrada y relevante, como la vacunación, la detección precoz de determinadas enfermedades con cribados de alto impacto o el consejo breve para dejar de fumar. Y hay otras que no se deberían hacer, como los programas de cribado sin evidencia sólida de beneficio neto, los chequeos de salud sistemáticos aplicados a personas sin factores de riesgo o los electrocardiogramas y otros exámenes en personas asintomáticas sin una indicación clara.
La prevención prudente necesita una gestión prudente de la prevención: una gestión racional de las actividades preventivas que garantice una atención primaria equilibrada en sus prestaciones y centrada en el paciente. En la toma de decisiones sobre las actividades preventivas que realiza un servicio o sistema sanitario deben participar tanto los directivos como los profesionales implicados en su aplicación y las personas a las que se dirigen. Además de evaluar cada una de las actividades de forma aislada, se ha de evaluar el impacto conjunto de todas ellas en la salud y la calidad de vida de las personas a las que se aplican, así como la carga de trabajo que suponen y su compatibilidad con la realización de otras actividades.
La prevención debe enmarcarse en la medicina mínimamente impertinente y, tras una cuidadosa selección de las actividades entre las opciones existentes, incluida la de no hacer nada, deben aplicarse de la manera menos disruptiva para el paciente.
La gestión prudente de la prevención también debe tener en cuenta los costes de oportunidad, es decir, los resultados que podrían obtenerse de invertir los recursos en otras actividades más efectivas y eficientes.
La prevención debe estar basada en la evidencia, la experiencia, el conocimiento de los recursos disponibles y la coherencia con la actividad de la organización. Los planes de prevención han de ser realistas, aplicables y coherentes con los demás aspectos de la práctica de los profesionales.
A la hora de hacer planes preventivos personalizados, la toma de decisiones compartida entre los profesionales y los destinatarios contribuye a mejorar la relación entre ambos y la adherencia a las actividades consensuadas.
En atención primaria, recapitulando, la prevención es esencial, pero debe llevarse a cabo con sensatez. No debe convertirse en una carga insoportable ni para el paciente ni para los profesionales, ni debe imponerse a costa de la adecuada atención clínica a los pacientes enfermos. Debe estar basada en la evidencia, focalizada en quienes más lo necesitan y aplicada de manera prudente para evitar el sobrediagnóstico, los eventos adversos derivados del intervencionismo innecesario y la sobrecarga del sistema.
Por todo lo expuesto proponemos definir la prevención prudente como aquella que selecciona las actividades preventivas teniendo en cuenta:
- la evidencia científica sobre sus resultados en las personas,
- las relaciones daño/beneficio y coste/efectividad más favorables para cada población objetivo,
- los costes de oportunidad respecto a otras inversiones alternativas de los recursos utilizados,
- la sobrecarga de los profesionales y del sistema sanitario,
- la decisión informada de las personas a las que se ofrecen los programas,
- el acceso equitativo a las actividades preventivas,
- el acceso al tratamiento de los problemas de salud detectados.
Si cuando se detecta que a un paciente se le han prescrito más medicamentos de los convenientes está indicada la deprescripción, cuando se están realizando más actividades preventivas de las convenientes procede reajustarlas mediante la deprevención.
Definimos la deprevención como un proceso de revisión del uso de actividades preventivas innecesarias o inapropiadas para una persona o una población. Tras evaluar la relación daño/beneficio de cada actividad y su papel, coherencia y oportunidad para esa persona o población, en un contexto y momento determinado, se puede considerar su mantenimiento, su suspensión o su modificación, ajustando su intensidad o frecuencia.
El objetivo es reducir daños evitables y evitar actuaciones innecesarias que consumen recursos limitados. Es una toma de decisiones informada y compartida para adecuar el uso de las actividades preventivas, que busca mejorar la salud y la calidad de vida de las personas, reducir la sobrecarga de trabajo de los profesionales y mejorar la eficiencia del sistema.
En una entrevista reciente, Iona Heath, referente en medicina de familia, comentaba el artículo que ya reseñamos sobre el impacto del creciente número de actividades preventivas en la atención a los enfermos. Entre otras interesantes declaraciones hacía esta advertencia:“La atención primaria ha empezado a asustar a los sanos y a descuidar a los enfermos”.
Los responsables de las campañas y programas de prevención deben usar la ciencia y la prudencia para seleccionar qué actividades se programan y quién las realiza. Los responsables de la atención primaria deben encontrar un equilibrio entre los recursos que se dedican a la prevención y a la atención.
Los médicos de familia debemos recuperar y armonizar las funciones que nos son propias, sin renunciar a la prevención, pero practicándola de manera eficiente, integrada en su práctica clínica: no como tareas impuestas a justificar en la burocracia,sino como parte de la relación terapéutica que profesional y paciente construyen en su relación longitudinal, a lo largo de la vida.
Necesitamos una prevención basada en la evidencia y en la prudencia.