Los cuidados y la seguridad del paciente

Las cuidadoras (mayoritariamente son mujeres) son la penúltima o la última barrera que defiende al paciente de fallos en la asistencia que puedan causarle daño. Por ejemplo, detectan errores al prescribirle o dispensarle un medicamento al paciente, se dan cuenta de que ese no es el medicamento que toma o la dosis correcta, que otra vez le produjo efectos adversos o que es alérgico a él. Cuando el paciente está física o mentalmente muy deteriorado son, de hecho, la última barrera para evitar que resulte dañado.

Empoderar a los pacientes para mejorar su seguridad es también empoderar a sus cuidadoras, y muy particularmente a las principales, las que están más directamente implicadas en los cuidados y en la toma de decisiones al respecto.

Las cuidadoras principales suelen ser familiares de la persona que recibe los cuidados, normalmente la hija o la nuera. Las cuidadoras contratadas en ocasiones asumen el rol de cuidadora principal, y también pueden establecer lazos afectivos con la persona a la que cuidan. Las cuidadoras no tituladas que trabajan en centros sociosanitarios, como en muchas residencias privadas, tienen en este continuo de papeles en el cuidado la posición más próxima a los sanitarios. Todas ellas, coordinadas entre sí y con los profesionales, tienen una importancia de primer orden en la atención al paciente: son la parte menos visible pero más voluminosa del iceberg de los cuidados.
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En la cabecera de la cama de los pacientes tanto en casa como en la residencia o en el hospital, empujando la silla de ruedas, sirviéndoles de apoyo al caminar, ayudándoles a levantarse, dándoles de comer, controlando la medicación... al lado de las personas dependientes están las cuidadoras.

Hemos de cuidar a las personas que cuidan para paliar el desgaste físico, mental y social que su labor supone. Necesitan apoyo, tanto familiar como laboral, sanitario y social, para seguir haciendo su imprescindible labor.

La cuidadora, al igual que los profesionales, puede convertirse en la segunda víctima cuando el paciente sufre un evento adverso grave, sobre todo si ha cometido algún error o no ha detectado un riesgo a tiempo. Pero incluso sin que haya cometido un error puede darle vueltas a la cabeza, cayendo en el sesgo retrospectivo de pensar "y si hubiera hecho esto o aquello..." y resultar afectada.

Solemos hablar de las segundas víctimas refiriéndonos a los profesionales: hemos de incluir en el concepto a las cuidadoras. Tras un evento adverso grave hemos de detectar proactiva y tempranamente a los cuidadores, tanto profesionales como no profesionales, que están en riesgo de convertirse en segundas víctimas, para ayudarles a paliar en lo posible el impacto emocional y vital de lo sucedido.

Podemos aplicar lo que sabemos sobre la historia natural de la segunda víctima a las cuidadoras, aunque está por desarrollar qué podemos extrapolar y qué aspectos específicos puede haber en la experiencia de la cuidadora y en el abordaje del apoyo que se le ofrece.

En la respuesta tras un evento adverso grave debemos plantearnos, en una actuación integrada de apoyo a primeras y segundas víctimas, dedicar la atención que se merecen a las cuidadoras y aprovechar su experiencia, incluyéndolas en el proceso de análisis de lo sucedido y detección de oportunidades de mejora. Las cuidadoras que han pasado por el mal trago de que a los que cuidaban le haya pasado algo grave, pueden ayudar también a otras cuidadoras que estén en la misma situación, en un proceso que también puede ser muy terapéutico para ellas mismas.

En una cultura de la culpa como la mayoritariamente vigente en la actualidad, lo normal es que las segundas víctimas sufran en silencio, solas. Es un tabú sobre el que no se habla, salvo en organizaciones que han ido cambiando la cultura de buscar culpables por la de aprender de los fallos para mejorar. Las cuidadoras que sufren tras un evento adverso resultan doblemente invisibles, ya que ni siquiera los sistemas de detección y apoyo a segundas víctimas, centrados en los profesionales, las detectan.

Las cuidadoras, igual que los sanitarios, pueden influir tanto positiva como negativamente en la seguridad del paciente, y a menudo de ambas maneras a la vez, en diferentes facetas. También como los sanitarios pueden cometer errores: la infalibilidad no forma parte de la condición humana. Pero incluso sin error alguno el paciente puede sufrir algún tipo de perjuicio relacionado con los cuidados que recibe, como en el caso de un efecto adverso de un analgésico, pautado a demanda, que la cuidadora administra según su criterio a un paciente con demencia, por ejemplo.

En algunos casos el paciente sufre por el cuidado pero es inevitable, como el malestar de una persona con demencia cuando se le lava o viste si no le apetece.

Incluso aunque el daño fuera evitable, la cuidadora puede haber actuado como lo haría cualquier persona normal, sin negligencias, como cuando ocurre un evento adverso por factores que no dependen de ella.  Un ejemplo es el caso donde una cuidadora confunde dos medicamentos con la misma composición pero de apariencia muy distinta: es algo que se podría haber evitado si el aspecto de los medicamentos estuviera estandarizado.

Podemos adaptar a este ámbito la taxonomía utilizada en seguridad del paciente cambiando simplemente asistencia sanitaria por cuidados. La diferencia estriba en el tipo y la gravedad de los eventos adversos: en general, los sanitarios generan eventos adversos más graves que los cuidadores.

Las cuidadoras. como los sanitarios, pueden ser afectadas por el distrés o angustia moral. En sanidad el distrés moral ocurre cuando un profesional, en una situación dada, sabe o cree saber cuál es la acción ética apropiada pero no puede actuar o se ve constreñido para actuar por obstáculos, como la falta de apoyo de sus jefes o restricciones de la organización. Nelson y Beyea, en un muy interesante comentario al artículo de Scott y otros sobre historia natural de la recuperación de la segunda víctima, hablan de cómo, tras un error médico, el profesional puede sentir una angustia particularmente intensa si ha actuado como sabía que no debía actuar, pero no le quedaba más remedio porque sus condiciones de trabajo le impedían actuar de la manera óptima.

Las cuidadoras  pueden estar sometidas a ese mismo distrés cuando no han podido cuidar al paciente como sus conocimientos, su experiencia y sus valores éticos le indicaban. Por ejemplo, el caso de una mujer que ha de trabajar, hacer las faenas domésticas y atender a su madre con una dependencia severa, que no llega a todo y comete un error, por ir apresurada, que daña a la madre.

También sin cometer un error la cuidadora puede sufrir angustia moral, por ejemplo en el caso de una hija que tiene remordimientos por ingresar a su madre en una residencia, por no tener tiempo para poder atenderla, y se plantea si se ha comportado como una buena hija (concepto social bien distinto a lo se entiende  por ser un “buen hijo”)

El caso es el mismo para el cuidador informal y el formal, los dos sufren el distrés moral de haber dado una atención que sabían no era la óptima, constreñidos por las circunstancias. Nelson y Beyea, en su comentario, abogan por la detección proactiva de estos conflictos éticos y la asistencia a los que los padecen en su manejo. Además, claro está, de intentar solucionar los problemas de fondo que los causan, algo que ni en el mundo de los cuidados ni en el de la sanidad suele ser fácil.

Los profesionales sabemos que estos conflictos existen, son frecuentes, desgastan emocionalmente a la cuidadora y ponen en riesgo al paciente. Por ello debemos incluir su detección y la ayuda para su manejo en la atención a personas dependientes.

La cuidadora con menos estrés vive mejor, además de cuidar mejor, y estos conflictos éticos aumentan el estrés y hacen más penosa la labor de cuidar.

En mi práctica, sistemáticamente, tras hablar con la cuidadora que viene a la consulta de cómo está el paciente le pregunto ¿Y usted cómo está? Abrir esa puerta ya de por sí alivia a la cuidadora al darle la oportunidad de compartir sus inquietudes, y permite detectar estos problemas, entre otros.

De la misma manera que no poder cuidar o ser cuidado es un problema, si se dan las condiciones necesarias podemos disfrutar de la satisfacción de dar y recibir cuidados. Hay que hacer visibles los cuidados, reconocer su importancia social y personal e introducir cambios sistémicos que permitan cuidar, recibir cuidados y disfrutar de ambas cosas. Las personas que cuidan tienen la cualificación que les da la experiencia. Aprendamos de ellas, apoyémolas para que puedan dar cuidados más seguros: nadie puede atender a sus seres queridos tan bien como ellas.


Publicado por Jesús Palacio

Esta entrada se ha elaborado al calor del debate online en el Seminario de Innovación en Atención Primaria (#SiapLleida), cuyas sesiones presenciales se celebrarán los días 10 y 11 de noviembre. Muchas gracias a todos los que han participado en este debate por sus inspiradoras aportaciones.


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